SOBRE LA CIENCIA: ERNESTO SÁBATO (I)


Durante siglos el hombre de la calle tuvo más fe en la hechicería que en la ciencia: para ganarse la vida, Kepler necesitó trabajar de astrólogo; hoy los astrólogos anuncian en los diarios que sus procedimientos son estrictamente científicos. El ciudadano cree con fervor en la ciencia y adora a Einstein y a Madame Curie. Pero, por un destino melancólico, en este momento de esplendor popular muchos profesionales comienzan a dudar de su poder. 

El matemático y filósofo inglés A. N. Whitehead nos dice que la ciencia debe aprender de la poesía; cuando un poeta canta las bellezas del cielo y de la tierra no manifiesta las fantasías de su ingenua concepción del mundo, sino los hechos concretos de la experiencia “desnaturalizados por el análisis científico”.

Probablemente, este desencuentro entre el profesional y el profano se debe a que el desarrollo de la ciencia a la vez implica un creciente poder y una creciente abstracción. El hombre de la calle sólo ve lo primero, siempre dispuesto a acoger favorablemente a los vencedores; el teórico ve ambos aspectos, pero el segundo comienza a preocuparle en forma esencial, hasta el punto de hacerle dudar de la aptitud de la ciencia para aprehender la realidad. Este doble resultado del proceso científico parece contradictorio en sí mismo. En rigor es la doble cara de una misma verdad: la ciencia no es poderosa a pesar de su abstracción sino justamente por ella.

Es difícil separar el conocimiento vulgar del científico; pero quizá pueda decirse que el primero se refiere a lo particular y concreto, mientras que el segundo se refiere a lo general y abstracto. “La estufa calienta” es una proposición concreta, hasta doméstica y afectiva, con reminiscencias de cuentos de Dickens. El científico toma de ella algo que nada tiene que ver con estas asociaciones: provisto de ciertos instrumentos, observará que la estufa tiene mayor temperatura que el medio ambiente y que el calor pasa de aquélla a éste. En la misma forma examinará otras afirmaciones parecidas, como “la plancha quema”, “las personas que se retardan toman el té frío”. El resultado de sus reflexiones y medidas será una sola y seca conclusión: “El calor pasa de los cuerpos calientes a los fríos”.

Todavía esto es bastante accesible para la mente común: el desiderátum del hombre de ciencia es enunciar juicios tan generales que sean ininteligibles, lo que se logra con la ayuda de la matemática. El enunciado anterior todavía no le satisface y sólo queda tranquilo cuando puede llegar a decir: “La entropía de un sistema aislado aumenta constantemente”.

Del mismo modo, cuestiones como la caída de la manzana sobre la cabeza de Newton, la existencia de las cataratas del Iguazú, la fórmula del movimiento acelerado y el accidente de Cyrano, pueden reunirse exitosamente en la proposición “El tensor g es nulo”, que, como observa Eddington, tiene el mérito de la concisión, ya que no el de la claridad.

La proposición “la estufa calienta” expresa un conocimiento y por lo tanto da algún poder al que lo posee: sabe que si tiene frío será conveniente acercarse a una estufa. Pero este conocimiento es bastante modesto, no le sirve para ninguna otra situación.

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